miércoles, 7 de abril de 2010

El viejo y el Caleuche


El gélido aire marino recorría el gastado rostro de Dionisio Uribe. No obstante esto, desde hacía un par de horas el anciano pescador preparaba las redes y su chalupa para salir a pescar.

Era una típica mañana de invierno en los mares del sur, sobre la costa más remota en la isla de Chiloé, las frías y crispadas aguas del pacifico chileno no amedrentaban a este experimentado pescador.

Su profunda y helada mirada llevaba el sello de lo infinito, del doloroso silencio y la distancia.

Padre de cuatro hijos, solo uno de ellos había seguido sus pasos convirtiéndose en su compañero, pero eso ya estaba a la deriva de los recuerdos; ahora, salía a desafiar al mar en solitario. Quizás para charlar en privado con la muerte o solo para alejarse cuanto pudiera del oscuro pasado que escondido en el viento lo acosaba implacable.

Desde hacía casi tres años que salía de esa forma, aislado de sus pares, casi ajeno al mundo; y es que sus incursiones no eran solo para la pesca.

Veinte años atrás mientras surcaba las aguas junto a Eleuterio Benítez, un pescador de la zona con el que compartía embarcación, cruzaron un espeso banco de niebla no muy lejos de la costa. Cuando confundido por el golpeteo del agua contra la quilla de la ligera embarcación, alcanzaron a escuchar una deliciosa melodía, segundos después un ténue resplandor entre la bruma motivó que Dionisio encausara la proa hacia ésta. Las luces y la seductora música eran una combinación que cualquier marinero chilote conocedor de su folklore asociaría inmediatamente con una de sus más viejas leyendas, la del Calehuche.

Según esta, todos los brujos, victimas de naufragios y difuntos, deambulan por los mares del sur en un viejo e iluminado barco. También dice que quien mirase a los ojos a alguno de sus tripulantes quedará condenado para siempre.

Mucho habían oído de esto los entonces jóvenes pescadores, no obstante aquella vez la curiosidad fue más fuerte.

Lentamente el jolgorio se hizo más próximo, hasta que de entre la espesa bruma del atardecer apareció un hermoso galeón repleto de luces, música y cientos de ánimas sobre cubierta. Todos allí parecían ignorar por completo la presencia estupefacta de Dionisio y Eleuterio; quienes en completo silencio vieron pasar por estribor al antiquísimo navío que parecía deslazarse en el aire.

Completamente absortos por lo que estaban viviendo fueron incapaces siquiera de emitir comentario alguno, mientras un congelado aire les entumecía las espaldas.

Desde el castillo de popa de aquel galeón una solitaria figura clavó su mirada en la de Dionisio siguiéndola hasta desaparecer en la niebla con la misma rapidez que apareció.

Ambos pescadores se miraron suspirando aliviados, tratando de explicar en silencio lo que acababan de ver. Dionisio encaró la proa tras la estela del desaparecido navío pero la niebla se disipó bruscamente dejando al desnudo un enorme tronco que flotaba a la deriva.

Esa experiencia marcó a fuego la vida de ambos marinos, desde entonces Eleuterio ya no volvió a compartir la embarcación de Uribe, es más, nadie en la isla quiso hacerlo.

Muchos años después de aquel episodio fue el mismísimo primogénito de Uribe quien se convirtió en su compañero; quien quizás debido a su juventud o lealtad a su padre, nunca se hizo eco de los comentarios que habían convertido a su progenitor, en un pescador marcado por la desgracia.

Según contaban las habladurías de la isla, el viejo Uribe había quedado sentenciado por el barco de los muertos o Calehuche y en algún momento se vería forzado a abordarlo.

Durante varios años los Uribe se hicieron al mar juntos. Ismael, ignorando por completo las historias sobre su padre y este último, cargando en la memoria esa fría mirada que parecía atormentarlo desde las profundidades del océano.

Cierto atardecer de invierno luego de un buen día de pesca, la “Nueva Esperanza”, la chalupa de los Uribe, regresaba a la caleta cuando de pronto un denso manto de niebla se levantó casi de súbito ante la embarcación.

Un escalofrío crispo los bellos del viejo Uribe, quien presentía algo extraño oculto tras ese manto, poco a poco se fueron perdiendo en aquella espesura. Una seductora melodía fue llenando el ambiente, Ismael contuvo la respiración al oírla mientras que su padre estaba atónito; ya que sabía lo que todo eso significaba.

El circulo del destino había demorado en cerrarse pero en ese momento lo estaba haciendo frente a él.

De pronto el Calehuche pasó raudo junto a la Nueva Esperanza haciendola balancear bruscamente. Producto de este encuentro Ismael Uribe cayó por la borda. El joven hizo un gran esfuerzo por acercarse a su embarcación y cuando al fin lo logró, estiró sus brazos esperando la ayuda de su padre. Pero el viejo Uribe en un rapto de completo egoísmo y cobardía dejó que su joven hijo tomara su lugar en el barco de los muertos.

La niebla devoró al muchacho para siempre y a partir de ese momento pasó a formar parte de la fantasmagórica tripulación de aquel navío maldito.

Desde entonces la culpa golpea a cada momento a las puertas de la memoria del anciano pescador, que tarde a tarde busca con ansias y arrepentimiento un nuevo encuentro con el Calehuche para así ahogar las voces en su cabeza trocando lugares con su hijo.

Mauricio E. Cardenas