lunes, 14 de diciembre de 2009

El dia despues

Mi nombre es Dionisio Rassinni, por años trabajé en las oficinas de un banco internacional en la ciudad de Mendoza. Durante mucho tiempo solo cumplí con mis obligaciones y me vi atrapado en la productiva rutina del trabajo, sumergiéndome en ella hasta convertirla en parte de mi vida misma. Fui ese soldado de la fuerza trabajadora, que pasaba casi inadvertido ante el mundo, con la convicción de aportar su pequeño grano de arena a esa casi utópica mega construcción que llamamos futuro.

Hoy desperté; y casi como si lo llevara grabado en los genes, me vestí para salir a trabajar solo entonces me di cuenta de la realidad, tan solo ayer había dejado de ser parte de esa fuerza activa, hoy casi vital para mi ser.

Sentí la extraña desazón de querer y no poder, miré mis manos ajadas, pero firmes, aun con bríos desafiantes.

Conforme la hora pasaba mis latidos aumentaban como si tuviera que apretar el paso para no llegar tarde. Entonces me pregunte, qué hacen los que no trabajan, cuál es la función de un recién jubilado; una rápida y fugaz imagen paso por mi mente, de pronto me vi marchito en un rincón sonriendo a veces en silencio, recordando alguna anécdota de oficina.

El reloj me impuso sus condiciones así es que decidí salir como siempre lo hacía. Al repetir esa rutina mi cuerpo calmó sus temblores, casi como si se tratara de alguna mágica medicina o una droga.

Caminé hasta el café al que siempre asistía; mirando, casi absorto del mundo, como el gentío comenzaba a rebullir marchando a sus trabajos, y yo…, como un soldado sin destino asignado. Me detuve en lo de Gaspar, el lustrabotas que hace más de diez años está en la misma esquina repartiendo por un par de monedas un poco de pulcritud a los pies de los transeúntes. Me senté silencioso y meditabundo mientras me pulía los zapatos siguiendo así mi viejo itinerario.

Busqué una mesa en el café justo frente a la esquina del banco que por mucho tiempo fue mi hogar fuera del hogar. Observé pasar a mis compañeros hasta el último de ellos, y otra vez sentí esa sensación de tener que levantarme rápidamente para no entrar tarde, pero la contuve disimulando como si me acomodara mejor en la silla. De pronto, la ventana de aquel café se convirtió en mi vitrina al mundo, ese mismo que recién ayer había dejado. Quizás esa fue la primera vez me planteé el valor del trabajo, y no solo por razones monetarias, sino como fuerza motora inyectora de vida.

En ese minuto hubiese entrado a trabajar solo por el gusto y la sensación de ser útil, sin esperar compensación de ningún tipo, solo la de sentirme vivo. Apuré el café de un trago y volví a casa pensando en cómo fue cambiando mi forma de ver la misma situación; de adolescente solo quería divertirme, mientras escuchaba a mi padre diciéndome lo importante que era ser un hombre productivo. Luego, de joven adulto, mi lucha por conseguir la tan mentada “estabilidad laboral”; y cuando al fin la tuve, fue el tedio por la rutina a la cual me resistía. Sarcásticamente hoy esa rutina resultaba ser el pedestal de mis días.

Esa tarde-noche en la casa de mi hijo mayor, una esplendida cena conmemoraba mi jubilación, así entre risas y anécdotas escuché la siguiente frase: “! Que suerte viejo!, ahora vas a descansar…”.

Qué ironía, pensaba exactamente todo lo contrario.

Mauricio E. Cárdenas

viernes, 11 de diciembre de 2009

Eternamente eres

Eres la calma en la tormenta

Cuando todo marcha mal

Eres la luz que me ilumina

En la plena oscuridad.

Eres mi talón de Aquiles

Mi fuerza y mi debilidad.

Eres todo lo que espero

Y lo que alcanzo a soñar.

Eres toda mi luz.

Eres todo mi fuego.

Eres un blanco sueño de amor

En mi mundo tan negro.

A veces no resisto llorar

Y eres tu mi pañuelo.

A veces el dolor se hace mar

Y eres tu mi velero.

Eres todo lo que quiero atrapar

Pero atraparte no puedo,

Porque siento que eres tu

Mi valor y mi miedo.

Mauricio E. Cárdenas

(Viejas poesias)