viernes, 5 de marzo de 2010

Los ojos del dolor


Sintió que había caminado por días; quizás lo había hecho todo la vida. Sin paciencia, sin esperanza ni esmero, sin nada que le diera un significado a ese épico momento. Había arribado hasta el borde, hasta el mismísimo abismo del fin, al principio de la nada. Todos los oscuros otoños parecían converger en ese lugar, tan raido y desteñido por el viento que los colores parecían ajenos a las cosas, dando al paupérrimo paisaje un monocromático color gris. Todas la penas y todos los dolores arribaban allí por un extraño y constante flujo, un río que resecaba las tierras a su paso convirtiendo a sus veras en verdaderos paramos. No recordaba su nombre, le pareció jamás haberlo tenido, ni una letra, ni un sonido con el cual identificarse. La vacuidad misma acariciaba el suelo de aquel lugar y germinaba en su memoria. En el cielo, insólitas islas flotantes surcaban el infinito hacia donde la vista tiene prohibido mirar. Pero nada importaba porque allí ya no había caminos, solo el gran abismo de la soledad, casi cubierto por espesas nubes que parecían fluir con el poderoso y cálido viento. De sus pálidos tobillos asomaban dos pequeñas alas, cual mensajero de los dioses, y de sus parpados infinitos insomnios, desgarrando como anzuelos. Ya en el borde mismo, una gran pregunta le atravesó el alma -¿saltaré?-. Pero antes de poder siquiera pensarlo cayó pesadamente hacia la nada, por un instante creyó sentir el dulce abrazo de la libertad. Pero esa fue solo una sensación pues tuvo mil eternidades para preguntarse quién era y por qué estaba allí. Siglos después abrió sus ojos y se encontraba sentado en una de las pequeñas islas flotantes que surcaban el firmamento en un frio y punzante silencio. Se puso de pie y abrió sus brazos; por primera vez sintió que sus ojos podían ver la realidad. Miles de otras islas, miles de otras soledades, millones de penas y un solo gran dolor. Poco a poco la nada pareció acompañar a todas esas almas perdidas en su propio Armagedón de tristezas. De pronto una poderosa y fulgurante garra le arranco el pecho de un tirón, trayéndolo de regreso al mundo. ¡Quiero morir! Fueron las primeras palabras que pronunció antes de romper en llanto junto a los que lo rodeaban. Luego, otra vez el silencio y los recuerdos. Todos lo miraron pero nadie entendió a dónde se fue la mente de Franco. Mientras lo devolvían al acolchonada habiatación miró a todos con desdén y nuevamente dejó caer sus parapados como un pesado telón, para salir en busca de aquella diminuta isla en el firmamento de la locura, más allá de los ojos del dolor.

1 comentario:

  1. de tanto en tanto transíto los oscuros caminos de la depresion, de algunos de mis viajes a ese lugar, traje esto escrito en mis manos..

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